El verano es la época por excelencia de la relectura. Si bien mucha gente utiliza los días de descanso para leer cosas nuevas lo cierto es que solo de novedades no vive un lector. Si nos atenemos a la máxima Pigliana todo lector es, en un primer termino, alguien que vuelve una y otra vez, obsesivamente, los mismos libros.
La coincidencia, el tiempo libre, el cielo azul o la necesidad de distraerse de un calor siempre agobiante vuelve a los lectores argentinos unos excelentes relectores de libros ya recorridos; y en esta temporada, para congraciarme con mis pares he retomado, también yo, esta sana costumbre: Los libros elegidos son los diarios de Abelardo Castillo y específicamente he quedado prendado de la segunda parte de sus diarios. ¿Por qué? porque creo percibir en ella una especie de perseverancia sobre la practica que yo mismo estoy llevando a cabo. Castillo, como lector, es un lector que después de cierta etapa de su vida se preocupa más de la relectura que del descubrimiento de nuevas geografías. Él mismo lo menciona en varias ocasiones a lo largo de los diarios. Menciona sus relecturas más frecuentes (por ejemplo Edgar Allan Poe y Nietzsche, dos persistencias atemporales para cualquier lector) y dice que vuelve una y otra vez sobre ellas porque después de cierta edad uno se aferra a lo que ya ha conocido en su vida y una suerte de práctica de la memoria siempre esquiva lo empuja a volver sobre aquellos libros que significaron mucho en nuestra juventud.
Es interesante esto: Volver sobre un libro llevando en nuestra memoria los restos roídos por la inclemencia del tiempo. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que leí la segunda parte de los diarios de Abelardo por vez primera? Apenas cuatro años. La primera vez que los leí no me gustó tanto, no disfrute tanto de la lectura como esta vez. ¿Se perdió algo en ese tiempo? Muchas cosas. Es posible que lo que haya guardado en la memoria no sea más que los desacuerdos que tuve con alguna de sus opiniones. Hoy, sentado sobre la reposera, secando mis pantalones en la brisa apenas fresca de la tarde que caía, me di cuenta de que ejecuto un ritual acompañado por la sombra caprichosa de mis predecesores. Releo a un tipo que en sus diarios me cuenta que relee, y me dice qué es lo que relee. Pienso si es que existe alguna curiosa analogía que trazar dentro de todo este asunto, pero sospecho que en realidad no se trata de trazar nada, sino de repetir una persistencia a la que todos los lectores recurrimos.
Algún avezado jugador de ajedrez podrá encontrar un motivo táctico en todo esto; dirá quizás que entre la relectura y el verano puede rastrearse una conexión atemporal: Nos gusta volver, una y otra vez a través de los mismos libros; al verano de nuestras vidas.

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