Del arte de anotar al margen:

Hay una foto maravillosa de un ejemplar de la Estética del filósofo alemán Alexander Baumgarten (1714-1762) que le perteneció a Immanuel Kant. Se trata de un librito de tapas duras, bastante gastado, que suponemos que Kant adquirió mientras Baumgarten todavía estaba vivo (La Estética fue editada en 1750) y aunque el autor de esta nota desconoce el año exacto en que el filósofo de Konisberg adquirió su ejemplar, poco importa esto. Lo que importa es el estado del libro. Más allá del desgaste del tiempo, la natural ignominia con que este roe y amarillea lentamente al papel, podemos encontrarnos con otro tipo de desgaste; más maniaco; más punzante; más obsesivo.

El libro de Baumgarten que Kant tenía en su biblioteca hasta su muerte estaba todo rayado, escrito y reescrito. Las escrituras al margen invaden los reglones bajo una letra microscópica y las anotaciones se extienden por los cuatro puntos cardinales del texto intercalándose entre los espacios del texto. Como si este texto hubiese enfermado y hubiese mutado bajo alguna enfermedad infecciosa que extendió sus nervaduras por la página y se coló entre los espacios del texto. El resultado es fascinante. Uno sabe que solo alguien como Kant podía leer con ese nivel de posesividad sobre el texto. En un nivel demencial, su pequeña y prolija escritura invade todo, y se produce un efecto óptico curioso para quien observa las páginas. ¿Cuál es el texto que importa para el lector? ¿Lo que dice Baumgarten o lo que Kant refuta? Hablo de refutación porque qué otra cosa podrá desatar un furor tan grande como para intervenir el texto de manera absoluta. Hay un texto mezclado con el otro, donde intervienen en batalla dos discursos y el efecto es maravilloso.


 

Hay un cuento de Rodolfo Walsh llamado “Nota al pie” (1964) que fue recogido en una compilación de historias llamada “Un kilo de oro” tan solo unos años después (1967). En dicha historia nos encontramos al inicio con el cadáver de León de Sanctis, un traductor que trabajaba como empleado de la editorial La Casa. Su editor en jefe, Otero, llega al lugar de los hechos y mientras espera el arribo de la policía se topa con una carta dirigida a su persona que no abre de manera inmediata, sino que sostiene entre sus manos mientras se pone a examinar el lugar y hablar con la casera de León, la señora Berta. A medida que el dialogo entre la señora Berta y Otero da paso a otro entre Otero y el comisario, la carta que sostiene consigo va creciendo en una inmensa nota al pie que justamente va comiéndose y reduciendo la historia original (llamémosle a partir de ahora A) en desmedro de la historia que se narra dentro de la carta que Otero lleva consigo (B). La implicancia de un suceso en A (el encuentro con la carta) desata una historia subrepticia que crece modificando el pulso del relato y obligando al lector a interrumpir su lectura, u olvidarla momentáneamente en favor de la concreción de la historia B. Esto sumerge al lector en un problema, que es el problema de qué leer primero, ya que se hace evidente que uno no puede atender a los dos frentes de manera corrida, sino que necesariamente interrumpe uno.

La tercera de estas escenas es también una fotografía. Específicamente es la página manuscrita de Dostoievski. Se trata de “Los hermanos Karamazov”, la página perteneciente al capítulo V que no había sido más que una primera versión, una versión borrador, sin mecanografiar todavía. En ella podemos observar una pequeña capilla; un desorden de flechas; un encuadrado y un anárquico fluir de párrafos. No se sabe allí, a menos que uno sepa ruso, cuál es el texto madre y cuál es una anotación posterior, un agregado, alguna corrección.

Ese fragmento de “Los hermanos Karamazov” es un ejemplo de cómo trabajaba siempre Dostoievski. No fue la única novela en la que se acostumbró, luego de una primera lectura, a introducir anotaciones de contenido. Lo fascinante para todo lector del atormentado ruso es que uno tiene la sensación de que de haber podido seguir revisando el texto, o de haber tenido más espacio en la hoja, este se hubiese seguido llenando de anotaciones. 


 

Estas tres escenas nos plantean formas de intervención del texto desde el margen. En la Edad Media los marginalia intervenidos eran la función de un tipo de monje particular, el miniaturista, que trabajaba muchas veces haciendo dibujos pero también; sobre todo del siglo XIII en adelante, dejando frases; citas bíblicas que iluminaban determinados pasajes del texto madre; y a veces curiosos testimonios de su trabajo. Es recordado, por esto último, un pretendido copista apellidado De Damme, que en el margen de una crónica sobre la ciudad de Bruselas dejó un testimonio de su pago por la copia del libro y una anotación en latín: Pro tali precio nunquam plus scriber volo que masomenos puede traducirse como “por ese precio nunca volveré a escribir”. Es indudable que los espacios entre la columna del texto, cada uno de sus puntos cardinales, hoy ya no llevan el trabajo artesanal de los dragoncitos y las espadas que poblaban el libro adornándolo, pero sin embargo conforme han pasado los siglos no hemos podido renunciar a ver ese espacio vacío.

Como lectores, interpelados quizás por el texto, utilizamos cualquiera de sus superficies para anotar cosas. Nos sentimos libres de usar ese espacio. Pero los escritores como Kant, Walsh o Dostoievski, en sus libros o en los libros que escribían, también. Se objetará que el ruso está interviniendo su propio texto o que Walsh está construyéndolo utilizando como recurso literario la famosa nota en el margen inferior que puebla los libros de nuestra modernidad (¿En qué momento los editores empiezan a introducir notas aclaratorias en los libros?) pero el resultado al fin y al cabo es el mismo que en el de Kant: Las notas desvían la atención del texto original, pervierten o niegan su sentido, lo disfrazan, lo enmascaran o lo discuten.

Como lector, en más de un momento he tenido un lápiz a mano durante una lectura (o una lapicera) y he subrayado algo. Es perfectamente comprensible, incluso desconfió de un lector que me diga que ha leído algo y no haya subrayado (¿Lo ha leído realmente?). Pero cuando uno anota algo al margen necesita arrojar algún tipo de aclaración sobre el texto. Necesita discutir de alguna manera con el autor, y por eso escribe. ¿Para quién escribe esto? Para sí mismo. Es una forma de negar la propiedad del texto. Este texto no es de Baumgarten, ahora es el texto de Kant, nos dice Kant. Lo escribió Baumgarten, pero el protagonista del discurso se ha desplazado. La misma operación ejecuta Walsh. Osorio pasa a ser secundario, así como su historia, porque lo que crece y se transforma en discurso principal es la aclaración: la voz de León que crece para interrumpir el texto A.

Es posible que esto que permanece como acotación sea también un subproducto del texto original, que podríamos llamar la marca del lector, y que sobrevive en las interrupciones de la lectura. Aquellas sobre las cuales Roland Barthes escribió al decir que todo texto que nos interesa como lectores nos interpela, nos sugiere ideas, y nos hace levantar la cabeza del libro porque nos desviamos y en cierta manera nos escapamos. ¿De qué nos escapamos? De una manera uniforme de lectura; del fantasma de la correcta interpretación; del sentido univoco. Leer es intervenir sobre el texto, siempre.


CristianV

 

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